miércoles, 3 de agosto de 2011

Problemas politicos en colombia

Intitucion: jesus maestro sueños y oportunidades
Curso:102
Profesor:Alexander wilches
Estudiante:Neider castro florez
Fecha:02de agosto 2011





Las relaciones de políticos colombianos con actores ilegales vienen de muy atrás
(v., p. ej., Guerrero). Sin embargo, fue solo con un doble salto cualitativo –la
eclosión del narcotráfico y del conflicto interno1– que el problema de la ilegalidad
en la política pasó a los primeros lugares de la
agenda pública. Por razones que escapan a los límites
de este artículo, los vínculos entre políticos, criminales
y señores de la guerra crecieron más o menos
ininterrumpidamente hasta 1994, año en el que
el escándalo por la financiación de los «narcos» a la
campaña ganadora de Ernesto Samper convenció a
sectores muy amplios de la opinión, y a las elites
socioeconómicas, de las consecuencias potencialmente desastrosas que podría
tener el seguir por esa senda. Los dos últimos presidentes han sido elegidos en
nombre de propuestas anticorrupción; en efecto, hay evidencias de que la población
estaba más interesada en que Álvaro Uribe «moralizara», que en que
«reprimiera»2 (Gutiérrez Sanín 2003a). En ese sentido, hay mucha más continuidad
de lo que se creería entre el gobierno precedente, de Andrés Pastrana, y
el actual.
El «mandato» anticorrupción que Pastrana (1998-2002) y Uribe (2002-?) han
intentado interpretar está atravesado por dos tensiones básicas. En primer lugar,
en nombre de mejorar la democracia amenazan con minarla. En efecto,
tanto Pastrana como Uribe –mucho más el segundo– subieron al poder y gobernaron
con un discurso antiparlamentario –cuyo núcleo era la noción de que
el Congreso y los políticos son el epicentro de la corrupción– que se reflejó, por
ejemplo, en las intentonas de revocatoria del mandato del Congreso y en los
referendos propuestos por ambos. En ese sentido han intentado seguir la senda
del «presidencialismo fuerte», una plantilla de gobierno bien conocida en el
área andina. Y si Pastrana careció de recursos y habilidad para avanzar en esa
dirección, Uribe está mucho mejor colocado para hacerlo.
Pero si la lucha anticorrupción significa enfrentar a un cierto conjunto de actores
ilegales, las políticas frente al conflicto constituyen otro punto focal en donde
hay también continuidad. Pastrana y Uribe le han apostado al fortalecimiento
del Estado, intentando recuperar el monopolio de los medios de coerción a
través de una combinación de fortalecimiento militar y negociaciones con los
ejércitos ilegales. El esfuerzo es inobjetable. Los potenciales problemas tienen
que ver con los medios utilizados, en dos planos: por un lado, las posibilidades
Buena parte
del apoyo a Uribe
proviene de una
fuerte pulsión
moralizadora
de la mayoría
del electorado En todos los sondeos de opinión recientes casi la mitad de la población sigue apoyando propuestas
pacifistas de uno u otro tipo, y esto de hecho se ha manifestado en una cierta evolución del actual
gobierno, que comenzó con la aserción contundente «no conversamos con terroristas», y terminó –como
ha sucedido invariablemente desde 1982– con propuestas de paz, esta vez dirigidas hacia los paramilitares
y el Ejército de Liberación Nacional (ELN).
reales de éxito que ofrecen; por el otro, las relaciones de tensión dinámica que
tienen con el régimen democrático. Y es que en nombre de un Estado fuerte se
pueden debilitar o desmontar algunos mecanismos de gobierno esenciales para
la subsistencia de la democracia (Burt). De hecho, al principio de su gobierno
Uribe propuso un intercambio entre «menos libertades» y «más seguridad»,
intercambio que se expresaría legislativamente en el llamado «estatuto antiterrorista
Corrupción
Como dije en la introducción, buena parte del apoyo a Uribe proviene de una
fuerte pulsión moralizadora de la mayoría del electorado. Las razones subyacentes
son varias. En primer lugar, frisando la década de los 90 la corrupción de
la política colombiana alcanzó niveles espectaculares. El cuadro 1 muestra al
lector un estimativo –seguramente incompleto, basado en la prensa– de las acusaciones
penales contra congresistas en esa década. No solo nos encontramos
con vínculos con el narcotráfico: también hay peculado, crímenes contra la administración
pública, y homicidio simple4 y múltiple. En segundo lugar, el episodio
Samper mostró que si la corrupción se salía de madre ello podía poner en
cuestión algunos de los parámetros sobre los que estaba construida la estabilidad
del sistema político, en particular la alianza estratégica con EEUU5. Terce- Solo se analizará el tema de los narcos, que requiere un tratamiento aparte, cuando éstos aparezcan
vinculados a otros actores ilegales. La omisión, aparte de simple espacio, se debe a varios factores:
hay algunas evidencias sobre problemas claves que aún no han salido a la luz, la continuidad
entre Pastrana y Uribe es con respecto de ellos casi total, y los actores relevantes (gobierno de Estados
Unidos, p. ej.) consideran que el tema se encuentra básicamente bajo control.El presidente de la Comisión de Paz de la Cámara de Representantes disparó, en un ataque de
furia, contra un competidor local. En realidad, la cuestión podría ir un poco más allá. Es razonable la hipótesis de que la caída del
Muro de Berlín, y los cambios en la economía mundial, hicieron que el «peaje» que cobraban los
políticos por su intermediación fuera percibido como prohibitivo por las elites socioeconómicas
colombianas. Sin embargo, no perseguiré tal pista en este artículo.